Cuando Iván
llegó a la fiesta de su primo Zezozose se encontró en la puerta a María Ramona,
Mamona, la hermana del cumpleañero, la linda quinceañera de ojos egipcios que
tenía ocho meses de embarazo. «Llegas temprano» le dijo ésta, mirándolo con
aquellos hermosos ojos. A pesar de su fama de zorra, a Iván le gustaba mucho su
prima Mamona. Era raro verla fuera del apartamento. Los padres, en su intento
por ocultarle al mundo aquella bochornosa barriga, la habían sacado del liceo
para mantenerla encerrada. No la dejaban ni asomarse a la ventana. Ni siquiera
la dejaron arreglarse para la fiesta.
—¿Y el
cumpleañero? —preguntó Iván.
La niña se
encogió en hombros.
—Seguramente en
los columpios —dijo.
—¿En los
columpios?
—Sí —asintió ella,
indiferente—. Oye, ¿de casualidad sabrás qué será bueno para los granos?
La muchacha se
bajó una de las mangas de su blusa y le mostró el chichón que le había salido
en un hombro.
—No sé —dijo Iván,
sonrojado.
—¿Y si me echo
Sánalo? —volvió a preguntar la chica.
La blusa se
deslizó dejando a la vista un pezón rosáceo oscuro.
—¿S-sánalo?
—balbució el muchacho, con los ojos enormes como platos.
—Dicen que el
semen también sirve.
—¿S-semen?
En ese momento
apareció Mamerce, la madre de Mamona. Venía con varias bolsas del supermercado
y la cara tostada por las largas horas expuesta al sol. «Bendición, mami» dijo
la niña, subiéndose rápidamente la manga de su blusa. «Bendición, tía» le
saludó Iván, pasándose la mano por la frente sudorosa. La mujer los miró a
ambos con recelo y masculló un ininteligible «Dios los bendiga». Luego dejó las
bolsas en el suelo y le ordenó a la hija que la ayudase a cargarlas. Ésta, de
mala gana, levantó la menos pesada y se metió en el apartamento. «Y cuidadito
con los huevos» le advirtió la madre.
«Pasa, Ivancito»
dijo Mamerce. El muchacho se adentró en la sala y se quedó mirando las sillas
de plástico arrimadas contra la pared y los globos de colores alegres que
decoraban el techo. En la mesa del comedor vio el tazón de gelatina y el enorme
pastel de crema azul coronada con una gran vela en forma de once.
—¿Quieres
refresco? —preguntó la tía.
—No —dijo el
chico, curioseando en los portarretratos—. ¿Y el tío Lázaro?
El rostro de la
mujer endureció. Se dejó caer pesadamente en una de las mecedoras de ratán y
comenzó a mecerse para adelante y para atrás, así como hacen las mecedoras,
para adelante y para atrás.
Toda la familia
estaba al tanto de las frustraciones de Mamerce. No es que fuera una mujer
desdichada, es que no amaba a su marido. Nunca lo amó. Prefería las mujeres. Las
mujeres y viajar. Mamerce había viajado mucho de joven, incluso a la misma edad
que ahora tenía su «estúpida hija embarazada». Había ido a Maracaibo, a
Barquisimeto, a Caracas; siempre sola, siempre escapada, sin duda la mejor
época de su vida. Ahora, casada y con hijos, se sentía atrapada, esclavizada, igualita
a la mujer que salía retratada en las cajas de esponjas jabonosas Lustrillo, con
un moño en la cabeza, un delantal de cocina, una olla en una mano y una esponja
jabonosa en la otra.
La mecedora siguió
meciéndose para adelante y para atrás, para adelante y para atrás…
—¿Quieres refresco, Ivancito? —volvió a preguntar
la tía.
Esta vez el muchacho
aceptó.
—¡Zezo! —gritó Mamerce—.
¿No me oyes, hijo? Sírvele refresco a tu primo.
Iván lo vio
moverse cerca del balcón. Iba vestido con un short caqui y una franela del
Capitán América. Una bolsa de papel le cubría la cabeza, y a través de dos
orificios en ella pudo verle los ojos. No, no había nada bueno en los ojos del
cumpleañero. ¡Y ese nombre! Zezozose Zadfrack, el mismo que le pusieron al hijo
de Charles Manson, «nombre de perro, de gato exótico».
En ese instante
reapareció su prima Mamona. Cualquiera pensaría que era ella la cumpleañera. Se
había maquillado y puesto un hermoso vestido de comunión, blanco, espectral,
con volados en los hombros para taparle el grano y arreglos en la parte frontal
para disimular la panza; el cintillo en el pelo la hacía poseedora de un
incómodo encanto nupcial. «¿Te gusta mi vestido, Ivancito?» le preguntó su
prima y el muchacho, hechizado por aquella mirada de Nefertiti, se demoró en
reaccionar.
—¿Iván, por qué
no sacas a bailar a Mamona? —le animó su tía desde la mecedora.
—Y-yo no bailo
con niñas —respondió el chico, cohibido ante la belleza y el perfume de su
prima.
—¡Tonterías!
—replicó la mujer y estiró el brazo hasta el tocadiscos—. ¡A bailar!
Y así,
agarraditos de las manos, los dos primos comenzaron a dar vueltas por la sala
al ritmo de: «Si necesita reggaetón, dale / Sigue bailando mami, no pares /
Acércate a mi pantalón, dale / Vamos a pegarnos como animales».
Desde un primer
momento Mamerce planeó un bonito espectáculo para el undécimo cumpleaños de su
hijo. Hubiera preferido, sin embargo, que los niños realizaran un baile que
enalteciera más la idiosincrasia falconiana, como Las Turas o el Tambor
Coriano, pero en aquella casa no había nada de eso.
—¿Y el grano?
—preguntó Iván.
—Mejor —dijo su
prima.
—¿T-te echaste Sánalo?
—el corazón de Iván latía con fuerza.
La niña no
contestó. Su cleopátrica mirada hablaba más que su boca.
Entre tanto
Zezozose, que se había movido hasta la mesa del comedor, no dejaba de observar
—con ojos inyectados en sangre— cómo su hermana se contoneaba y rozaba al ritmo
de aquellas notas del infierno. «Zorra» le increpó en silencio. Mamona, sintiendo
la mirada de su hermano sobre ella, se acercó al oído de Iván y le secreteó:
«¿Sabes lo que le gusta a Zezozose? Escuchar a la gente cagar. Espera a que
alguien entre al baño y se queda afuera con la oreja pegada en la puerta. Es un
cochino». El cumpleañero, que lo había escuchado todo, apretó sus puños con
fuerza y soltando un terrible alarido salió corriendo a la cocina. Una vez allí,
abrió la nevera y sacó el cartón de huevos. ¡PLAF! ¡PLAF! ¡PLAF! Uno tras otro
empezó a estrellarlos contra la bolsa que tenía puesta en la cabeza. ¡PLAF!
¡PLAF! ¡PLAF! «¡Solo quería hacer todo bien! —exclamó, sollozante—. ¡Todo bien!».
Cuando ya no quedaron huevos qué quebrar agarró uno de los cuchillos de la gaveta
y regresó a la sala.
«¿Qué haces,
hijo? —preguntó la madre—. Me estás asustando». El pequeño cumpleañero de
rostro de papel y ojos desorbitados, tomó impulso y se abalanzó con fuerza
sobre los bailarines. Nadie prestó demasiada atención a la aparatosa caída de
Mamona. Iván, iracundo, intentó agarrar a Zezozose por el cuello, pero resbaladizo
como estaba por los huevos que le chorreaban, logró escapársele guindado de las
cortinas, como un enorme tuqueque.
—¡Te mataré! —gritaba
Iván, tumbando sillas y reventando globos.
—¡Ivancito! —le
regañó la tía—. Esas no son formas. Él es tu primo y está de cumpleaños.
De repente se
oyó un chillido aterrador y todos en la sala se quedaron como piedra al ver el
líquido que manaba del vestido de comunión de Mamona, justo a la altura del
vientre, donde se había clavado el cuchillo.
Mamerce volcó la
mecedora al salir corriendo, cubrió a su hija entre sus brazos y deshecha en
lágrimas exclamó: «¡Oh, mi niña, mi adorable princesa!». Mas enseguida, cuando
levantó la cabeza y miró a los dos niños de pie junto a ellas, se limpió los
ojos y dijo: «bueno, bueno, nos encantará tenerte de vuelta otro día, Ivancito.
Nos llamas antes, ¿oíste? Nos llamas».
Incluido en: Koro y otras partes (2017)
R.
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