24 dic 2021

Desde el Invierno (Navidad 2021)

 2021

 

Acto I

En un tiempo donde la guerra y el invierno amenazaban con devastar cada pueblo de aquellos parajes, dos figuras asediadas por el recuerdo de un hogar devorado por las llamas y por el sonido de unas pisadas acechándoles las espaldas, se abrían paso a través del bosque. Aquel era un lugar frío, horrendo, lleno de maleza y de profundos acantilados. Entre más avanzaban más denso e impenetrable este se hacía. Debían huir más lejos, más aprisa.

La niña, aferrada al brazo ensangrentado de su madre, sentía cómo sus piernas se iban debilitando. Sus faldas arrastraban la nieve al andar y a cada paso se hundía más y más. El frío atravesaba la carne y penetraba los huesos, torturándola. La niña no entendía por qué su madre la había despertado en mitad de la noche para adentrarse en el bosque. Algo muy malo debió haber ocurrido. Pero aquello de lo que escapaban debía ser, sin duda, mucho más terrible.

Finalmente, débil y exhausta, cayó de bruces en la nieve y la mujer cayó junto a ella. Rodaron por una ladera y quedaron sepultadas bajo el hielo. Penosamente lograron arrastrarse hasta una roca y allí, en completo silencio, madre e hija se abrazaron a la espera de la fría Muerte. Sí, ninguna resistiría mucho tiempo bajo aquellas adversas condiciones. Si la tormenta no las mataba, al amanecer los lobos se harían cargo de ellas.

La cruenta nevada no cesaba. La pequeña cerró los ojos e intentó dormir, o al menos recordar cómo hacerlo... Cada noche al ir a la cama su madre le relataba historias fantásticas sobre seres mágicos que incitaban a soñar: «el bosque es un lugar peligroso, hija mía. En él habitan cualquier tipo de criaturas terribles: lobos, brujas perversas, gigantes; todos dispuestos a devorar a aquél que ose aventurarse en sus dominios».

De repente el eco de unas pisadas apartó a la niña de sus pensamientos y abrió los ojos. Aquello era similar a un gran oso, todo cubierto de espeso pelaje. La enorme figura se inclinó sobre la malograda madre y tanteó su brazo. Luego la miró a ella. La niña intentó moverse, pero su cuerpo estaba completamente entumecido. Quiso gritar pero sus cuerdas vocales se habían congelado. «No nos coma, señor Gigante» musitó y enseguida cayó en un profundo sueño.

  

Acto II

«¿Estoy en el cielo?» se preguntó la niña al despertar. A su lado, cerca de un agradable fuego, halló a su madre, inmóvil, muerta. Sollozante se abrazó a aquel cuerpo rígido, pero enseguida unas enormes manos la asieron por los pies y la apartaron. Cuando alzó la cabeza para mirar al Gigante reprimió un escalofrío.

 «Hija mía —le habló su madre en sueños—, hace muchos años existió un hombre tan enorme, pero tan enorme, que la gente vivía temerosa de él, le creían una especie de bestia hostil, un ser diabólico que arruinaba las cosechas y maldecía a sus primogénitos. Resueltos a deshacerse de aquel mal, las autoridades levantaron un gran patíbulo en medio de la aldea para colgarlo; pero aquel hombre era tan alto y pesado que cuando el verdugo abrió la compuerta para que cayera, toda la estructura colapsó. Enfurecida, la turba condujo al condenado hasta el corazón del bosque y allí lo dejaron caer desde el árbol más alto; pero con el tirón de la soga las ramas se partieron. Frustrados, los aldeanos no tuvieron más remedio que perdonarle la vida: “Vete Gigante, vete y no vuelvas jamás”».

Afuera hacía un frio terrible. El Gigante sacó el cadáver de la madre y lo acostó en la nieve. «No hará falta sepultarla —habló con aquella voz gutural—, la tormenta lo hará». Antes de volver a la cabaña hurgó entre las ropas de la muerta y halló la bolsa con monedas que esta celosamente guardaba. Enseguida se volvió hacia la niña: «ve adentro, yo iré por comida». Luego tomó el hacha y desapareció en la espesura del bosque. La chiquilla pensó que aquel “abominable hombre de las nieves” jamás regresaría, pero sí volvió y ni esa noche ni el resto del invierno faltó alimento.

En gratitud, la pequeña limpió y cocinó para su insólito benefactor. No obstante este parecía estar siempre enfadado, siempre con esa dura mirada y aquel severo tono de voz. «¿No te resulto encantadora? —le preguntaba ella, sin dejar de mirar los enormes brazos del Gigante, su espeso pelaje, la horrible cabezota—. Háblame de ti». «No hay nada qué contar —respondía él—, vivo aquí, es todo». A pesar de la hostilidad, compartir el hogar junto a aquel ser de fábula fueron los momentos más increíbles que la jovencita podía recordar.

Una tarde, sin embargo, mientras curioseaba entre las cosas del Gigante, la pequeña halló la bolsa con monedas que había pertenecido a su difunta madre. «Dime, Gigante. ¿Si no has gastado este dinero en comida, de dónde has sacado el alimento?» le preguntó ella, a lo que él respondió: «Nos hemos estado comiendo a tu madre».

Y así, niña y Gigante vivieron juntos en los confines de aquel bosque encantado. Hasta que un día emergió de entre los árboles el perverso Coronel, un cruel villano que se había aprovechado de la guerra para su propio beneficio. Aunque la enfrenta había cesado meses atrás, terribles injusticias seguían ocurriendo por aquellos parajes: saqueos, matanzas… «Esta tierra, embriagada con la sangre de mis soldados, también aprenderá a obedecerme» se jactaba de decir el criminal. Y es que sus victorias en batalla le habían ganado el respeto y la admiración de sus hombres; no obstante estos huyeron despavoridos ante el colosal “Yeti” que les salió al paso (hacha en mano) en medio del bosque.

«¡Saludos, Gigante! —exclamó el Coronel, ataviado en su rutilante uniforme militar—. Hace meses fue asaltada y quemada una mansión muy cerca de aquí. Por desgracia sus ocupantes, una mujer y una niña, huyeron por este condenado bosque sin fin. Dime, buen Ogro, ¿las has visto?». El Gigante cerró su puño en torno al hacha y miró al hombre como si quisiera partirlo en dos. Lo conocía, aquel hombre era uno de los que una vez quisieron ahorcarlo.

Impaciente, el Coronel desenfundó su arma y sin mediar palabra disparó: ¡¡BANG!! Enseguida se escuchó un grito proveniente de la cabaña, la puerta se abrió y la niña salió corriendo en pos de su amigo herido. Cuando sus pequeños ojos se cruzaron con los del perverso Coronel súbitamente retrocedió. Ella también lo conocía. «Padre».

  

Acto III (final)

Un crujir de ramas hizo despertar a la joven. «¿Dónde estoy?». Lentamente se irguió sobre la cama y encendió la lámpara. Con el sueño aún en sus ojos, observó la habitación de su difunta madre. La última vez que estuvo allí era tan solo una niña. «Aún me aferro a la esperanza de volverte a ver, hija mía» había escuchado en sueños. Fue entonces que aquel episodio, el que mucho tiempo permaneció bloqueado en su mente, resurgió para revelarle toda la verdad: «¡Si te atreves a tocarla juro ante el Señor que tus ojos no volverán a ver un nuevo amanecer!» escuchó gritar a su Madre, aquella noche fatídica. Hubo un forcejeo. Un disparo. ¡Fuego! Más tarde madre e hija huirían a través del bosque dejando a sus espaldas un hogar en llamas. «El bosque es un lugar peligroso, hija mía. En él habitan todo tipo de criaturas terribles».

¡¡BANG!! La puntería del Coronel resultó demasiado certera. El gigante se apretó el pecho con fuerza y cayó sobre la nieve. La niña corrió desde la cabaña hasta los brazos de su amigo quien, agonizante, contempló con amor aquella pequeña carita, un dulce rostro enmarcado por largos cabellos rubios que caían suaves por sus hombros desprendiendo un gratificante aroma a hierbas y a flores. «Volveremos a estar juntos, pequeña» le dijo antes de cerrar los ojos.

La ventana se abrió de golpe y una fría ventisca penetró en la habitación. Descalza, la jovencita corrió a cerrarla y al asomar la cabeza lo vio. Sí, ahí estaba, oculto entre el follaje. Inmediatamente tomó su abrigo y bajó las escaleras. En el salón, plácidamente sentado frente a la chimenea, halló a su padre, el Coronel. Este giró la cabeza como un búho y se le quedó mirando. A pesar de su evidente envejecimiento, de las mejillas chupadas y las cuencas de los ojos hundidas, aún conservaba aquella imponencia que siempre lo caracterizó. «Sabía que retornarías al hogar, hija mía» le dijo.

Luego se levantó y avanzó lentamente hacia ella. Cuando la tuvo enfrente alzó el hacha que traía entre sus manos y… ¡ZAS! Chorreante, la pequeña cabeza rubia voló por el salón y se estrelló en la chimenea, consumiéndose en el fuego. Al cruel villano le gusta asegurar que el hachazo fue tan potente que pulverizó a la niña en el acto. Como sea, ya no importaba, la maldad una vez más había vencido.

La luz del bosque comenzaba a cambiar. El amanecer iba tiñendo de rojo el firmamento. Y en el jardín secreto, allí donde enterraron a su Madre, donde las estrellas parecían brillar más que en ningún otro lado, la niña y el Gigante se reunieron, para nunca jamás separarse.


R.