Dibujo: Daniel Aranda |
Aquella tarde Gleudy
regresaba de la escuela muy feliz, pues había llegado el carnaval y
con éste los respectivos días de asueto. No obstante, al adentrarse en la
vereda que conducía a su casa, el chico se puso blanco al ver a lo lejos a tres
de sus vecinitos. Sabía lo que iba a suceder.
¡Corre, Gleudy, Corre!
Sin perder el tiempo dio media vuelta y emprendió
la huida. «¡Allí está! —exclamaron los niños al verlo correr—. ¡Párate!». Pero
Gleudy, ni pendejo que fuera, se detuvo. Astutamente cruzó en la esquina, le
dio la vuelta a la cuadra y volvió a tomar la vereda por el otro lado hasta
perderlos. Por desgracia a unos metros de su casa tropezó con un peñón y rodó por
el suelo. En un santiamén sus perseguidores lo alcanzaron y sin compasión procedieron
a acribillarlo:
¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS!
Estallaron las bombas de agua.
¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS!
Una vez satisfechos, los tres niños-azotes,
se alejaron por la vereda muertos de risa dejando al pobre Gleudy empapado de
agua y lágrimas.
…
Años después, Gleudy, un hombre alegre y
trabajador, aún tiembla al ver en el calendario la llegada de aquella
traumática fecha: el carnaval; y por supuesto, las temibles bombas de agua de
los siempre renovados niños-azotes.
—Chao, querido —le dijo su amorosa esposa
en la puerta—. Que te vaya bien en la oficina.
Gleudy avanzó con cautela por la vereda,
siempre pendiente, desconfiado, mirando sobre su hombro. «¡Alto ahí!» le ordenó
de repente una voz infantil; pero lo último que hizo Gleudy fue detenerse.
¡Corre, Gleudy, Corre!
¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS!
Estallaron las bombas de agua a pocos
centímetros de él.
¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS!
A lo lejos vio el autobús y enseguida le
salieron alas en los pies. A punto de arrancar el transporte, Gleudy pegó un
brinco y se sujetó fuertemente de la puerta. «¡Aquí te esperamos! —le gritaron
los niños, al ver cómo su víctima se alejaba—. ¡No te esconderás!».
…
Más tarde, en la oficina, un agobiado
Gleudy se pasó la jornada entera pensando en cómo evadir el inminente ataque de
aquellos niños-azotes que sin duda lo estarían esperando de vuelta a casa.
¡Piensa, Gleudy, piensa! Pero las horas transcurrieron y ninguna idea le vino a
la cabeza.
Entonces. a las 6:00 pm, resignado, apagó
su computadora y bajó a esperar el autobús. En el trayecto hasta la parada el
hombre se detuvo frente una juguetería que estaba abierta y decidió entrar. A
Gleudy siempre le habían fascinado las jugueterías; los robots, los soldaditos,
los carritos, las naves espaciales, las pistolas… ¡Las pistolas!
…
Al volver a su barrio, tal como Gleudy
supuso, los tres niños-azotes, aquellos que a sus ojos parecían los mismos
niños de hace 20 años, lo estaban esperando en la vereda que conducía a su
casa. Sí, ahí estaban, con sus sonrisas malévolas y sus temibles bombas de
agua, listas para el ataque.
—¡Un momento! —les exclamó Gleudy.
El hombre puso el maletín en el suelo y
lentamente lo abrió. Inmediatamente, para sorpresa de los niños, extrajo del
interior una pequeña pistola de plástico y les apuntó. Éstos enseguida
comenzaron a reír al ver cómo aquel hombre se atrevía a amenazarlos con su
ridícula pistolita. «¡Pagarás!». Y alzando sus bombas dieron inicio al ataque:
¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS!
¡FRIIIIIISH!
¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS!
¡FRIIIIIISH!
¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS!
¡FRIIIIIISH!
Para asombro de los curiosos que aquella
tarde presenciaron la épica “batalla de la vereda”, los tres niños-azotes
terminaron empapados de pies a cabeza, mientras que a su ¿víctima? ese hombre
de traje y maletín, no le había caído ni una gota. «¿Cómo pudo esquivar las
bombas? —se preguntaban los niños— ¿Cómo pudo moverse tan rápido? Y sobre todo:
¿cómo pudo tener más puntería?». Humillados y ¿por qué no?, asustados por aquel
Gleudy que les había hecho frente, los tres niños finalmente salieron corriendo
a refugiarse a sus casas.
¿Qué contenía esa pistolita?, ¿agua?,
¿magia? ¿Quién era ese nuevo Gleudy que en un abrir y cerrar de ojos había
plantado cara a sus miedos, vencido a sus enemigos y sobrevivido al carnaval?
Pues sucedió que al entrar en aquella juguetería y pasear por los pasillos para
curiosear los estantes, Gleudy comprendió que él también podía participar y
disfrutar de esos juegos carnavalescos; que todas las personas, incluyéndolo a
él mismo, podían, aunque sea por un breve instante, volver a ser niños.
Es por eso que ahora un renovado Gleudy, un
valiente hombre de traje y maletín (y una pequeña pistola de agua dentro),
cruzaba a salvo la vereda y entraba triunfante a su casa, recibido y premiado
con el dulce beso de su esposa.
R.
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