Intro
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Interludio
«¿Qué es esto
que me brota de la cabeza? —se preguntó la última mujer del planeta—. ¿Pelos?
¿Alambres?». Un adulto, tras años de contemplarse en el espejo, debiera
aceptarse tal cual es. No era su caso. De niña había sufrido las inseguridades
y traumas propios de la edad: menstruación, sobrepeso, el tamaño de sus pechos;
pero aquel problema capilar, ese que continuaba atormentándole en su madurez,
se había llevado el premio mayor. «¿Por qué el cabello me crece así, tieso,
“malo”, arremolinado e impeinable; hacia arriba y hacia los lados, totalmente
opuesto a lo que dicta la ley de gravedad y algunas estrellas de rock?». En el
liceo la habían bautizado “pelos de alambre”, algunos la llamaban “pelo
impermeable” y otros mucho peor. A pesar de haber abandonado las aulas hace más
de quince años, las risas de sus crueles ex compañeros de clase seguían
resonando en sus oídos: «pelos de alambre, pelos de alambre, pelos de
alambre...».
Capítulo
4
Y como pasa con
algunos animales e insectos que entre sus dotes tienen la capacidad de entrar
en estado de estivación y despertar meses después, Indio Lenon abrió los ojos.
Lo primero que pensó fue que se había quedado ciego; luego, que estaba muerto.
No podía doblar las piernas ni levantar los brazos ni darse la vuelta, solo
sentía una incómoda rigidez bajo su espalda y sobre su pecho. Tosió con fuerza
y la boca se le llenó de arena. Entonces, como una especie de fatídica
revelación, lo supo:
«Me
han enterrado vivo».
El
Indio se lo tomó con calma. «Estas cosas pasan». Siempre intuyó que algo así
podía sucederle; por eso, llegada la hora, prefería un buen nicho. Aunque…
«¿Cómo hará la gente para dejarle flores a los que están más arriba?».
Enseguida
comenzó a excavar como pudo. Con uno, con dos, con cuatro dedos. Primero hacia
abajo para aliviar la tensión en los codos y liberar sus brazos, luego hacia
arriba, hacia la superficie. «¿Y si arriba no es arriba? ¿Y si me han enterrado
de cabeza?». Durante el ascenso —o descenso— se topó con varios cráneos, vísceras secas y miembros amputados. Cuando
el revivido finalmente sacó la cabeza una ráfaga de lluvia radiactiva le
enjuagó el rostro. «¡NO ESTOY MUERTO!» gritó. De inmediato clavó los ojos en la
oscuridad y poco a poco apareció en su campo visual un viejo tanque de guerra.
Más allá, en la penumbra, una lóbrega y ruinosa casa.
El
ahora prófugo de su tumba prematura avanzó torpe entre la arena y se introdujo
con dificultad por una de las ventanas rotas; aquel recinto parecía un enorme
depósito de cachivaches: relojes, sillas chuecas, mecedoras descocidas,
campanas, maracas, discos de acetato… «Que mal gusto, no hay ninguno mío».
También halló recortes de periódicos, docenas de artículos acerca de niños que
vaticinaban la caída de un meteoro y el fin del mundo. «Los niños saben.
Saben».
De
repente percibió una delgada línea azul colándose por debajo de una puerta y al
abrirla, para su sorpresa, halló a uno de los pasajeros del hidroavión sentado
frente a un televisor. «¿Qué hay de nuevo, viejo?», preguntó Bugs Bunny desde
la pantalla. Con cautela Indio Lenon se acercó al hombre del sillón y se le
quedó viendo. A pesar de los arañazos, de la nariz rota y algunos pelos
arrancados, aquel siniestro bufón aún se veía… ¿gracioso? Tenía la cara pintada como antes, pero ahora llevaba una media negra en la
cabeza y una licra de leopardo que le cubría todo el cuerpo. «¿De dónde sacó esta ropa?». El Indio pasó una mano por delante de aquellos ojos
amoratados y al no percibir
ninguna reacción le tocó en un hombro. Casi se desmaya de
la impresión cuando éste de pronto le saludó:
—Muchacho, te vas a morir
de la risa con lo que te voy a contar.
Indio
Lenon notó que al payaso también le faltaba un brazo y que en su mano buena, la única que tenía, reposaba
una sucia pala.
—¿Eh? Sí, he sido yo. Pero
dime, ¿ahora que estás fuera de tu tumba no extrañas la Muerte?
Colérico, el Indio le arrebató la pala y justo
cuando iba a asestarle el palazo un súbito vértigo lo
paralizó. PUM. PUM. Terribles punciones comenzaron a azotar su cabeza. PUM. PUM. La habitación se
combó como quien ve por la mirilla de una puerta, todo se veía lejos; las
paredes se alargaron adoptando una perspectiva imposible, irreal; el Conejo de
la Suerte saltó del televisor y dio brincos por todo el lugar hasta perderse en
el pasillo.
—Sinceramente fue lo mejor
que nos pudo ocurrir —continuó
hablando el de la nariz roja—. Digo, lo del hidroavión. Era repugnante ir rodeado de tanta gente, hedíamos. Míranos ahora, serenos,
felices... ¡Ah, pero la felicidad es relativa, muchacho! Lo menos que tienen
los hombres de hoy es sentido del humor. Y no los culpo, vivir en un mundo
devastado y si mujeres no es nada gracioso. Nadie quiere un bufón… ¡Quieren un
bufón salvador! ¿Te has fijado cómo la fe prospera en época de incertidumbre y
confusión? Hay quienes incluso ven la efigie del Señor en el fondillo de un perro. Yo no puedo. ¿Tú tienes perro?
Seguro sabes que no se puede recoger la caca recién hecha porque corre uno el
riesgo de embarrarlo todo. Siempre es mejor esperar a que endurezca, así el
trabajo resulta más sencillo. Todo en la vida es igual.
Y
finalmente ocurrió que el payaso, sobreviviente de un accidente aéreo y de un
meteoro misógino, sufrió un infarto y todos sus problemas acabaron. «Los
infartos siempre dan risa —dijo, apretándose el pecho con júbilo—. ¡Ahhh! Es el final que ya por fin ha llegado, me
ha venido a buscar, espero jamás volver a comenzar. Y que los muertos no
resuciten… ¡Ahhh!».
Ahí estaba otra vez esa grotesca boca sin dientes.
Incluída en "Niños, meteoros y otros causantes el fin del mundo" (2014).
R.
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